temporal

Una cosa es cantar a la amada. Otra cosa, ay,
a aquel escondido, culpable dios fluvial de la sangre.
Aquel a quien ella reconoce de lejos, su joven amado
        qué sabe él,

él mismo del señor del placer, que de su soledad a
        menudo,
antes aún de que la muchacha calmara, a menudo,
        incluso como si ella no existiera,
ay, chorreando de qué incognoscible, levantó,
su cabeza de dios, convocando a la noche a un tumul-
        to sin fin.
Oh el Neptuno de la sangre, oh su terrible tridente.
Oh el oscuro viento de su pecho, que sale de la
        retorcida caracola.
Escucha cómo la noche se abre en valles y se ahueca.
Vosotras, estrellas,
¿no viene de vosotras el gozo del que ama al ver el
        semblante
de su amada? La visión interior que él tiene
del rostro puro de ella, ¿no la tiene del astro puro?


No fuiste tú, ay, ni su madre
quien le tensó de este modo, para la espera, el arco
       de las cejas.
No fue junto a ti, muchacha que lo sientes, junto a ti
       no fue
que se doblaron sus labios en la expresión más fe-
       cunda.
¿Piensas realmente que tu leve aparición le hubiera
conmovido así, tú, la que pasa como el viento maña-
       nero?
Es verdad, le asustaste el corazón; miedos más viejos,
       no obstante,
irrumpieron en él de este empuje al contacto.
Llámale... tu llamada no le hace salir del todo de su
       oscuro comercio.
Ciertamente, él quiere, surge; se habitúa aliviado a tu
       corazón secreto y se toma y se empieza.
Mas, ¿se empezó alguna vez?
Madre le hiciste pequeño, tú fuiste quien le em-
        pezó;
para ti él era nuevo, tú doblaste sobre los nuevos
ojos el mundo amigo, defendiéndole del extraño.
¿Dónde, ay, quedaron los años en los que tú, simple-
        mente,
con tu grácil figura, eras para él el caos encrespado?
Mucho así le escondías; el cuarto, sospechoso de
        noche,
lo hacías inofensivo, de tu corazón lleno de refugio
sacabas espacio más humano y lo mezclabas a su
        espacio-noche.
No en la tiniebla, no, en tu ser más cercano
pusiste la lámpara de noche, y brillaba como de
        amistad.
En parte alguna un crujir que tú no explicaras son-
        riente,
como si de tiempo supieras cuándo el entarimado se
        comporta así...
Y él escuchaba y se calmaba. De tanto eras capaz
cuando te levantabas tiernamente; detrás del armario
        se iba,
grande en su capa, su destino, y a los pliegues de la 
        cortina
se ajustaba, desplazándose levemente, su intranquilo
        futuro.


Y él mismo, tumbado, el aliviado, bajo
párpados soñolientos disolviendo el dulzor
de tu leve figura en él paladeando adormecerse:
parecía un ser protegido... Pero dentro: ¿quién de-
        fendía?
¿quién impedía, dentro, en él las aguas del origen?
Ay, allí no había cautela alguna en el durmiente;
        durmiendo,
pero soñando, pero febril: cómo se entregaba.
Él, el nuevo, el medroso, cómo e
staba enredado
con las lianas cada vez más largas de su acontecer
        interior,
entrelazadas ya en dibujos, en un crecimiento que le
        estrangulaba, en formas
que le acosaban, como animales. Cómo se entrega-
        ba. Amaba.
Amaba su interior, la selva de su interior,
este bosque originario que había en él, sobre cuyo
        mudo derrumbamiento
se erguía su corazón, de un verde luminoso. Amaba.
        Lo abandonó, se fue,
saliendo de sus propias raíces, al enorme origen
donde su pequeño nacimiento estaba ya sobrevivido.
        Amando,
descendió a la sangre más vieja, a los barrancos
donde yacía lo Terrible, ahíto aun de los padres. 
Y
        todo
cada espanto le conocía, guiñaba, estaba como en
        connivencia.
Sí, lo Horrible sonreía... Rara vez
has sonreído, madre, de un modo tan tierno.
        Cómo no
iba a amarlo si esto le sonreía. Antes que tú
lo ha amado él, pues, ya cuando en ti lo llevabas,
esto estaba disuelto en el agua que hace ligero a aquel
        que germina.



Mira, nosotros no amamos, como las flores, desde un
único año; a nosotros, doquiera que amemos, nos
        sube
savia inmemorial a los brazos. Oh muchacha,
esto: que hayamos amado en nosotros, no Uno, algo
        futuro, sino
lo que fermenta sin número; no un único niño,
sino los padres, que como ruinas de montañas
descansan en nuestro fondo; sino el seco lecho de río
de madres de antaño; sino todo
el paisaje en silencio bajo el destino nublado o
claro: esto, muchacha, se te adelantó.
Y tú misma, qué sabes tú, tú conjuraste,
hiciste surgir tiempos remotos en el amante. ¿Qué 
        sentimientos
se revolvieron emergiendo de seres ya idos? ¿Qué
mujeres te odiaban ahí? ¿Qué hombres oscuros
agitabas en las venas del muchacho? Niños 

muertos querían ir hacia ti... Oh, quedo, quedo,
lleva a cabo ante él un trabajo diario, una obra
        amorosa, fiable, llévale
junto al jardín, dale la sobreabundancia
de las noches…
                         Retenle…



R. M. Rilke, Elegía III, Elegías de Duino

No comments: